“Papá, ¿para qué sirve la historia?”. A partir de esta sencilla pregunta comienza Apología para la historia, una de las obras más conocidas del historiador francés Marc Bloch, cofundador de la prestigiosa revista Les Annales, quien murió fusilado por los nazis en 1944. A pesar de la espontaneidad y la inocencia típica de un niño, esa pregunta plantea una cuestión crucial: la legitimidad de la historia, de su estudio y de su transmisión.
En una época en la que creadores de contenidos publican en redes vídeos que se hacen virales durante un día, pero que al siguiente son sustituidos por otros que hacen olvidar los anteriores, uno se pregunta qué sentido tiene la historia: a ojos de muchas personas, el estudio del pasado parece un ejercicio efímero, una ocupación démodé. Otras subrayan que la historia simplemente no es útil para la sociedad.
Es cierto que quienes estudian el pasado no curan enfermedades, no descubren nuevos medicamentos ni inventan tecnologías capaces de combatir el cambio climático. Sin embargo, su trabajo invita a reflexionar y sirve para desarrollar un espíritu crítico: es decir, ofrecer a la gente las herramientas no sólo para cuestionar los discursos y los eslóganes electorales, sino también para esforzarse por comprender las razones de los demás, para intentar entenderse mejor, y esto es muy útil.
Podemos afirmar que somos los que somos y pensamos lo que pensamos, por la herencia material e inmaterial recibida del pasado, y sólo conociéndola podremos llegar a comprender la sociedad en la que vivimos. Y es que la historia no es simplemente el estudio del pasado: es un diálogo constante entre pasado y presente.
En 1989, tras la caída del Muro de Berlín y en vísperas del colapso de la Unión Soviética, Francis Fukuyama profetizó el inminente “fin de la historia” (título de su libro publicado en 1992), aludiendo a que el final de la Guerra Fría conduciría a la victoria definitiva de la democracia liberal a escala mundial y a la imposición progresiva del capitalismo en todos los países. Cuarenta años después, vemos que esta predicción era demasiado simplista.
El mundo mediterráneo: una historia de intercambios, movilidad, encuentros, conflictos
En las últimas décadas, la historiografía ha insistido mucho en las conexiones transfronterizas en el Mediterráneo, poniendo el foco en los contactos y la convivencia interreligiosa. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que este espacio fue también un lugar de conflicto, de violencia, teatro de una lucha entre dos imperios (el hispánico y el otomano) y sus aliados para el control político de la región.
La historia ha dejado múltiples huellas de aquella violencia religiosa entre el mundo cristiano, principalmente católico, y el musulmán: relatos de cautiverio, crónicas o relaciones utilizadas en procesos de canonización de mártires católicos, nos ofrecen una imagen violenta del Mediterráneo de los siglos XVI y XVII, escenario de crueldades cometidas en nombre de Dios. Algo que, por desgracia, parece de la más estricta actualidad.
Todos tenemos grabadas en la mente las imágenes de la guerra que se está librando desde hace un año en la franja de Gaza -una agresión que muchos observadores califican de genocidio- y que en las últimas semanas se ha extendido peligrosamente a otras regiones de Oriente Medio. Sin embargo, debemos tener cuidado con las comparaciones: lo que está ocurriendo en Gaza y Líbano no es una guerra de religión, no es violencia religiosa, no se está ejecutando por motivos religiosos, contrariamente a lo que algunos se empeñan a decir, por fines electorales o propagandísticos.
El Mediterráneo ha sido siempre una zona de contactos e intensos intercambios, de movimientos de poblaciones, de encuentros y contrastes, con períodos de mayor o menor conflictividad. Entre los siglos XV y XVI, la llegada y progresiva afirmación de los turcos en la escena europea (cabe recordar la conquista de Constantinopla en 1453) marcó sin duda un punto de inflexión. A partir de entonces, y durante tres siglos y medio, el espacio mediterráneo quedó dividido en dos grandes bloques: por un lado, el Imperio otomano y sus estados vasallos del Magreb, islámicos, y por el otro, la Monarquía Hispánica, católica. Ambos eran portadores de valores culturales y religiosos diferentes y las relaciones entre los dos estaban marcadas por una rivalidad política, económica y religiosa.
El conflicto casi permanente entre los dos imperios produjo, entre otras consecuencias, el apresamiento de miles de individuos, tanto cristianos como musulmanes, y su detención como esclavos o cautivos, prisioneros en poder de “infieles”: las grandes batallas de Lepanto, Mostagán, Alcazarquivir, son algunas de las más conocidas. Dicha conflictividad vino acompañada por una propaganda hecha de imágenes mutuas de miedo, odio y hostilidad, que a su vez eran el fruto de una tradición secular de representaciones estereotipadas: unos y otros se miraban con recelo, se lanzaban anatemas y maldiciones.
Estos discursos de odio mutuo se basaban en un conocimiento aproximado, indirecto. En cambio, allí donde el contacto era más estrecho, como en Venecia, Liorna, Marsella o Cádiz, los intereses comerciales, la convivencia y los procesos de integración desde abajo habían producido una visión más humana del otro -y también de curiosa admiración- que hacía posible el intercambio cultural y económico.
Por tanto, quienes nos dedicamos a la historia nos corresponde hacer una lectura crítica, redimensionar el tono y el lenguaje de las relaciones y crónicas. Sin duda, tanto las batallas, como la esclavitud en tierras de infieles fueron eventos cruciales, de una inmensa trascendencia para las poblaciones de la época. Pero no debemos olvidar que dichos acontecimientos fueron cargados por la propaganda político-religiosa de la época de significados teológicos y de una retórica de guerra santa, que, sin embargo, quedan desmentidos por documentos que nos hablan en muchos casos de intereses económicos totalmente transversales a las fronteras políticas y confesionales.
Una mirada crítica para entender el presente
Por tanto, podemos argumentar que el conocimiento del pasado siempre es bueno para la comprensión del presente. Lejos de ser fútil, estudiar la historia no puede ser sino beneficioso: aunque no sea inmediatamente útil en la práctica, se aprende y enriquece nuestra perspectiva para entender el mundo en el que vivimos.
Y es que la historia trata de seres humanos como nosotros y nosotras, como nos recuerda Antonio Gramsci en un pasaje de Cartas desde la cárcel, quizá la recopilación más conocida de sus escritos. En la última carta, el filósofo escribe así a su hijo Delio: “Escríbeme siempre acerca de lo que te interesa en la escuela. Yo creo que la Historia te gusta, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque trata de hombres vivos, y todo lo que concierne a los hombres, a tantos hombres como sea posible, a todos los hombres del mundo cuando se unen en sociedad y trabajan, luchan y se mejoran, no puedes evitar que te guste más que cualquier otra cosa”.
Michele Bosco es Doctor Europeo en Historia Moderna por la Universidad de Florencia y la EHESS de París y actualmente investigador visitante en el Instituto de Historia (IH) del CSIC. Es especialista en historia de la esclavitud y de las relaciones interreligiosas en el Mediterráneo de la Edad Moderna.