Quizás el exceso de burocracia sea la expresión más elocuente y palpable de la mediocridad política de un país. Entiéndase bien: una cosa son los servicios públicos y otra la burocracia disfuncional. Una administración pública que se articula mediante un papeleo agobiante solo administra el agobio que provoca.
No sabes cómo actuar, te quitan la brújula, y hasta te cobran antes de empezar a moverte. Los ciudadanos afrontamos con terror la ventanilla (presencial u online), pero los funcionarios también son víctimas del sistema. Incluso sus jefes —los políticos, los hacedores del tinglado— se pierden en el laberinto de formularios y permisos. Lo acabamos de vivir, y de qué manera, con la DANA. A estos actores les domina el miedo a incumplir algún trámite y con ello llega la lentitud o la parálisis; se desvían de lo básico y, al final, el ciudadano no recibe el servicio que necesita, porque tampoco en la cúspide encuentran la llave de la puerta.
La pesadez burocrática y la incompetencia política son, en realidad, una misma cosa, el huevo y la gallina de un modo de actuar que define a las instituciones de cualquier nación. A veces pienso que Kafka dedicó toda su vida a comprender España. En su obra, la burocracia es un absurdo que, sin embargo, se articula mediante un simulacro de lógica; en nuestro país, además de esto, la actividad para la que se creó esa burocracia se ralentiza tanto que, en ocasiones, ni siquiera se lleva a cabo. ¿Por qué hay tantos papeles, tantos intermediarios, tantas órdenes y tantos desórdenes? ¿Por qué es tan difícil llegar al castillo?
El rey Felipe, cuyo comportamiento durante su visita a Paiporta fue de una valentía indiscutible, al igual que el de la reina Letizia, dijo hacerse cargo de la indignación y la frustración generales por "la dificultad de entender cómo funcionan los mecanismos de respuesta ante emergencias". Y es que, en efecto, no hay quien los entienda. Si ya es confuso para el ciudadano vivir en una sociedad que oscila entre lo kafkiano y lo almodovariano (¡y menos mal!), cuando ocurre una catástrofe como la reciente DANA, la situación toma un sesgo oscuro propio de Stephen King.
Quienes tengan amigos o familiares en la función pública habrán escuchado con frecuencia quejas sobre las dificultades para sacar adelante proyectos necesarios; proyectos que se estancan por la intervención del interventor, el asesor jurídico, el tesorero, el rigor excesivo, el embrollo legal o reglamentario (y, a veces, también la mera dejadez o la mera pereza).
En cada municipio, comunidad autónoma, diputación o ministerio de España podría surgir un escándalo si se hiciera pública la eficacia con la que la maraña burocrática frustra proyectos valiosos. Las ayudas que la Unión Europea aprobó para España durante la última (o penúltima) crisis económica y que no han podido ejecutarse llenarían páginas de la prensa si no fuera porque la gangrena burocrática se extiende por todo el país. La noticia es que el hombre muerda al perro y no al revés, pero si esos mordiscos se vuelven costumbre, ¿dónde queda la noticia?
¿A qué obedece tanta burocracia incomprensible? Por un lado, a que la propia administración incumple su normativa. La ley lleva tiempo obligando a no reclamar al ciudadano documentos que ya estén en poder de cualquiera de las tres administraciones, local, autonómica o nacional, pues la interconexión es o debería ser una realidad. Sin embargo, se sigue haciendo, amén de que los certificados electrónicos para ciertas generaciones resultan un jeroglífico inescrutable.
Por otro lado, la telaraña de leyes y reglamentos se teje a partir de una desconfianza tristemente comprensible. Cada vez que ocurre una catástrofe surge una trama de políticos que encuentra en ella la oportunidad de obtener algún beneficio espurio. La escasa ética de nuestros dirigentes en la gestión de lo público —todos, no solo los de tal o cual partido— impulsa normas restrictivas de autovigilancia. Para prevenir futuros abusos, se impone una burocracia excesiva que termina siendo un fin en sí misma. Y, probablemente, dentro de cuatro o cinco años nos enteraremos de que, en estos días duros, algún alto mandatario desvió una suma importante de dinero aprovechando la tragedia de la DANA. No tenemos un problema de función pública. Tenemos un problema de moralidad pública, es decir, un problema educativo.