No dejó de llover en casi toda la tarde. Solo cuando llegué a casa, horas después, el cielo dejó de llorar. Quizá estuvo llorando de risa al ver mi patético espectáculo. Yo también lo hubiese hecho.
Bajo la lluvia, una lluvia que calaba y a ninguna parecía importarnos, nos despedimos. Terminó su monólogo junto a la boca del metro encogiéndose de hombros como diciendo «bueno...». Nos dimos un abrazo eterno. Tan eterno como un momento infinito. Un lazo que me permitió estar demasiado cerca de su mirada y, aun así, no supe adivinar el color de sus ojos porque parpadeaba demasiado... ¿Por qué la echaba de menos incluso antes de dejarla marchar? ¿Por qué me empeñaba en suicidarme el corazón si sabía que era más fácil saltar por una ventana, planear y echar a volar, que verla? Enlazadas en un abrazo inmortal, quise soltarme solo por si ella sentía esa necesidad. «Imbécil Suprema», me llamaban a veces.
«Que se suelte ella si está incómoda, tú quédate a vivir ahí si te place. A ella no parece sentarle mal, imbécil».
Seguimos abrazadas y, cuando hice el amago de soltarme, ella me apretó contra su cuerpo, casi adivinando que no quería caerme de sus brazos.
Mis manos dejaron de ejercer presión en su espalda y me recosté ligeramente sobre su hombro, cerrando los ojos, trasladándome a un paraje en el que el bullicio de los coches, los gritos de quejidos de los transeúntes, el lejano pitido del metro y hasta el rumor secreto de la lluvia quedaron silenciados. Solo estábamos ella y yo. La perra también parecía haber enmudecido. Fueron los cinco segundos más hermosos de toda mi vida, sin lugar a dudas. Una vez tuve una pareja muy mística que me decía que un abrazo debe durar un mínimo de veinte. Recuerdo que pensé que la comida también había que masticarla un mínimo de veinte veces y me pregunté si el número veinte tendría algún significado oculto para el ser humano, como lo podía tener el tres, el siete o el seiscientos sesenta y seis. No llegué a averiguarlo. Seguramente, ella lo sabría porque me había hablado de no sé qué cosa muy interesante sobre la numerología horas antes y que mi número asignado era el cero. Me lo explicó, pero mi sentido de la audición se había traspapelado en los acordes de su voz y no recuerdo una sola palabra de aquella conversación. Retomando el tema del número veinte, nunca había sido capaz de dar un abrazo de tanto tiempo, pues en seguida comenzaba a aburrirme y un abrazo nunca debe ser aburrido. Así que, tras unos segundos en esa posición, volví a separarme, pero para besarla.
La besé en los labios con un sensual y nada invasivo beso, entregándole un latido de mi corazón en cada movimiento, en cada respiración, llamando a las puertas de su boca con la punta de mi lengua. Acaricié su labio inferior, más grueso que el superior, con la punta de mi lengua, como si le regalase la tranquilidad que necesitaba. Me separé un momento, entregándole a ella la opción de que diera el siguiente paso, que no me viera obligada a hacerlo yo todo y, al ver que no se movía adelante y tampoco se retiraba, me apropié de su miedo para que no lo sintiera ella y volví a acercarme hasta su boca, abriéndole los labios muy despacio con los míos. Noté cómo se esforzaba por disimular que estaba jadeando y aquello no hizo más que aumentar mi deseo de imprimir en cada pliegue de su cuerpo lo mucho que la amaba. Alcancé a esnifar el aroma de su pintalabios Jars y su aliento, aún ligeramente impregnado con el sabor de la crema de calabaza, las croquetas y las dos tartas. Pensé que, para todo lo que engullía, tenía un cuerpazo de lo más apetitoso. Noté algo compacto y pensé sin sentido si sería algún tropezón de comida escondido tras alguno de sus dientes. Estaba tan feliz que, curiosamente, aquella imagen no me dio asco, sino que despertó en mí más ternura.
Podía ser un tropezón o podía ser su lengua que se iba abriendo paso hasta localizar la mía. No me asqueó porque amaba tanto a esa mujer que hubiese dado lo que fuera con tal de tener sus pelos en mi ducha o porque inundara mi almohada con sus más espesas legañas del mismo modo que inundaba mis noches con su espectral recuerdo.
© Sara Levesque