Solo soy valiente con ella a través del folio en blanco o a través de la pantalla del teléfono. Ni siquiera fuimos capaces de hacer el amor con la luz encendida. Solo la luna nos iluminaba. No recuerdo cómo se desnudó ni cuándo lo hizo, solo sé que buscábamos nuestras bocas a piquitos desapercibidos, tumbadas muy cerca en la cama y, de repente, tiró de mi brazo hasta colocarme sobre ella y me encontré con su pezón entre mis labios. Y mordiscos. Muchos mordiscos. Al día siguiente, no tenía un chupetón en el cuello, tenía un bocado que me tuvo los músculos de la zona palpitando durante un par de días. Como no hago más que recordarla sigo notando su huella, pero ese palpitar es otro cantar.
En esos días, viví toda una vida a su lado.
Ojalá hubiera mordido mi corazón hasta hacerlo desaparecer a dentelladas.
Y es que es más dura de mollera que la corteza de un roble. Más incluso que la del quebracho, el árbol con el tronco más robusto del planeta. Y ayer, que estuvo vomitando y más revuelta que mis sentimientos, con una chica al lado ––que no era yo–– y que le preparaba una maltratadora sopa, permanecí con la mirada perdida en mi habitación, sintiéndome inútil toda yo, sin poder hacer otra cosa más que mandarle besos mudos y hacerle compañía hasta que la madrugada le venciera, sujetándome los párpados con celofán porque no quería dormirme sin que ella se fuera a descansar primero, para poder permanecer en un plano onírico vigilando sus sueños.
Cuando tuve la certeza de que lo hizo, me dediqué a llorar a escondidas cada mentira que me creí para que no se preocupara.
Y saciando mi sed conmigo misma fue cuando descubrí que no quería vivir cerca de un parque sin sus paseos. Ni conducir por una carretera si no estaba ella para acelerarme el corazón. Ni tenerla en mi cama sin mojarme con cualquiera de sus fluidos, ya fueran de lubricación o sus lágrimas de desilusión. Que quería seguir pensando «calla un ratito, que hablas mucho» sin llegar a alcanzar una vida en silencio.
Descubrí también que tiene dos lunares en la mejilla que parecen una constelación de infinitas centellas. Que los beso y vuelo junto a las estrellas con las que tanto le gusta soñar.
Tiene dos pupilas que engloban la mejor visión del mundo y con las que veo la vida sin su perfil más nauseabundo.
Tiene dos extremos coronando su pecho que son las montañas rosáceas más apetecibles de escalar. Mucho más que su monte de Venus. Al menos, para mí son los picos donde más quiero procrastinar.
Tiene dos brazos entre los que vive la paz. Cuando estoy lejos de ellos, me siento la reina de Alcatraz.
Tiene dos piernas capaces de tropezar, aprender y volverse a levantar. Sus pasos son dignos de admirar.
Y yo, que soy escritora, me quedo con la tinta huidiza lamentándome porque no tiene las dos palabras que mi corazón anhela escuchar.
© Sara Levesque