Navegando por la red me sobreviene la cuenta de una editorial literaria que anuncia el fallecimiento de un escritor. La gente ya está dando el pésame, la gente ya está impactada por el morbo que nubla la razón.
Entro al perfil de la supuesta editorial y observo que no tiene apenas publicaciones en X. Solo dos o tres retuiteos. Evidentemente, es una cuenta falsa, de esas que aparecen cada unos meses y "matan" a alguien que la cultura quiere mucho. El último ha sido Fernando Aramburu, creador de Patria. Pero lo hemos visto en repetidas ocasiones. Hasta José Luis Perales tuvo que compartir un vídeo explicando que estaba cenando tan feliz con su familia en Londres mientras España lloraba su óbito.
Visto que varias personas estaban compartiendo el fallecimiento falso, pongo un tuit recordando cómo esta historia se repite cada cierto tiempo. Y no le doy más importancia. Al no ser la primera vez que sucede, pienso que quedará en una breve anécdota. Pero, al rato, la agencia EFE publica un 'Última hora' dando veracidad a la noticia de la muerte falsa de Aramburu. Trágico: la propia agencia de noticias estatal ha picado el anzuelo.
¿De quién nos fiamos si las agencias de noticias que confirman, contrastan y hacen oficial la información caen en la trampa de las fake news como si fueran un tuitero más? ¿Dónde está el periodismo? Pues parece claro: el periodismo está mirando a X, pensando que el viejo Twitter es la fuente de información de todo. Y no, no lo es.
Ahí se hace fuerte uno de los grandes problemas de la desinformación que inunda nuestra sociedad. Algo falla si las agencias de noticias y los medios de comunicación observamos más Twitter que la calle. Algo falla si hasta las agencias estatales de noticias corren a dar legitimidad a un tuit antes que contactar con la fuente primaria. Fuente que nunca puede ser un perfil sin contenido en redes, por mucho que lleve el logotipo de una editorial.
Los bulos adelantan al informador clásico porque son sencillos, contundentes y rápidos de compartir por predicadores, especuladores y asustadores. En cambio, el periodista necesita tiempo para entender, para contrastar, para partir y para regresar. Toca asumir que el buen periodismo siempre va a llegar más tarde que las redes sociales. Y ese debe ser su gran valor.
Hablamos mucho de la edad de oro de los bulos. Sin embargo, deberíamos también reflexionar sobre cuánta culpa posee el periodismo lowcost en el incremento de la desinformación. Es el momento de hacer autocrítica de por qué hasta las agencias públicas de noticias priman la prisa a la duda. Por qué eligen ser las más veloces en vez de las más creíbles. ¿Por más clics, por más retuiteos, por ser los primeros? Al final, el perturbado bulo de una muerte falsa sí que ha confirmado un hecho: ni siquiera el periodismo invierte en tiempo para pensar.