Vísperas

En la última semana de agosto de 1939, los ciudadanos de Varsovia paseaban por las calles, espantaban el calor –que tampoco era para tanto– en los cafés, iban a los parques con los niños. Hacía sol. La radio y los periódicos decían cosas alarmantes, pero eso no era nada nuevo. Y hacía sol.

En Madrid, en Barcelona, en Valencia y sobre todo en Málaga también hacía sol en los primeros días de julio de 1936. Y mucho calor: fue uno de los veranos más sofocantes que se recuerdan. La gente hacía lo mismo que los varsovianos: mitigaban la solanera con horchatas, con la playa si la tenían cerca, buscando la sombra del Retiro o de las Ramblas, o la brisa de la Malagueta. Sí, habían matado a un político y por algunas calles lejanas había tiros –las calles donde suceden cosas malas siempre nos parecen lejanas–, pero era verano y la gente, la mayoría de la gente, sonreía.

En Londres, en abril de 1940, la gente estaba a lo suyo, como siempre. Es verdad que el rey Jorge VI había dicho por la radio, varios meses atrás, con su voz vacilante, que Gran Bretaña estaba en guerra con Alemania. Pero no pasaba nada: no había tiros ni aviones ni casi sirenas. Así que el metro estaba lleno, lo mismo que los teatros y los pubs. Llovía a veces, pero eso no era precisamente una sorpresa.

Pocos días después de todas esas escenas cotidianas, costumbristas, habituales, los varsovianos, madrileños, barceloneses, malagueños y londinenses contemplaron boquiabiertos cómo se precipitaba sobre ellos el peor de los infiernos. Insisto en esto: la devastación no cayó sobre los ejércitos, sino sobre la gente que iba a su trabajo o que bajaba a la calle a comprar pan. Seguramente los militares y los políticos esperaban un desastre, pero ellos no. Ellos, la gente corriente, se limitaban a vivir, a acostar a los niños y a soñar con un futuro mejor, que es lo que hacemos todos cuando cerramos los ojos. Pero ese futuro no llegó. Cuando las bombas empezaron a caer, casi nadie se dio cuenta de que esos días que acababan de pasar tranquilamente no eran en realidad días, sino vísperas.

Las vísperas del horror casi nunca dan señales de que lo son. Suelen parecer días corrientes. Ahora no es así. Ahora mismo, a cuatro horas de avión de nuestra casa, el Ejército israelí –el único del mundo que avisa con antelación de lo que va a hacer– prosigue con la metódica aniquilación de la franja de Gaza como respuesta a la espantosa matanza que perpetraron los palestinos en Israel, hace casi un año. Los muertos pasan ya de 40.000. Más tarde, hace unos pocos días, los israelíes atacaron con toda su furia al Líbano, país inerme en el que se refugiaban los jefes del grupo criminal de Hezbolá, y acabaron con ellos.

Esta noche, mientras nosotros vemos la tele y cenamos, y estamos pendientes de lo que hará Carlos Alcaraz en China o de lo que pasó con los ultras del Atleti el otro día, cientos de misiles sobrevuelan mil kilómetros para matar a toda la gente que puedan en Israel. Las bombas, que de noche parecen inocentes bengalas de las fiestas veraniegas de nuestros pueblos, llegan desde Irán. No está tan lejos de nuestra casa. En realidad, nada está ya demasiado lejos de nuestra casa.

Mientras nosotros seguimos con nuestras rutinas, porque en realidad es lo único que podemos hacer, un gigantesco volcán de locura y odio apelmazado durante décadas parece a punto de estallar al otro lado del Mediterráneo. No es una supernova lejana que revienta muy lejos, a dos mil años luz. Es ahí mismo.

Solo queremos que nuestra vida continúe como ayer y como anteayer. Solo queremos que nuestras preocupaciones sean las mismas de siempre y que nuestros entretenimientos sean lo que hace o dice el juez Peinado, las trapisondas de Alvise y los cuarenta ladrones, y las viejas fotos de los besos de una pareja que fingía amarse. Nada más. No pensamos que estos días primeros del otoño podrían ser la víspera de algo que nos cambiaría a todos para siempre. Es lo que tienen las vísperas, que nunca avisan de que lo son. O quizá sea que nosotros no queremos verlo, para eludir el miedo.

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