Las monarquías no son eternas. Basta con asomarse a los libros de historia para comprobar que esto es una evidencia. Los reyes, en las monarquías constitucionales y democráticas contemporáneas, tienen que ganarse el puesto de trabajo como todos los demás ciudadanos. El monarca que no sepa hacerlo, que no sea capaz en los momentos difíciles de identificarse con su pueblo, de ejercer un liderazgo moral ante los ciudadanos, de usar su fuerte poder simbólico para unir y no para enfrentar, acabará cayendo. Pocos reyes contemporáneos tienen esto tan claro como Felipe VI.
Hay precedentes numerosos y legendarios. Durante la Segunda Guerra Mundial, las constantes y combativas alocuciones radiofónicas de Guillermina de Países Bajos mantuvieron en alto el espíritu y la dignidad nacional de los neerlandeses. Aquella mujer indomable, que llamaba a Hitler "archienemigo de la humanidad", se ganó el apodo de "Guillermina Corazón de León".
Durante los mismos años, Haakon VII de Noruega hizo lo propio. Se había negado a hablar con los nazis y a reconocer al gobierno títere que estos habían impuesto en su país. Una vez que se puso a salvo en Londres, se convirtió en el mayor y mejor faro de la resistencia de los noruegos.
Cristián X de Dinamarca se negó a exiliarse durante la ocupación nazi y, a pesar de su edad, pues tenía más de 70 años, se daba todos los días un paseo a caballo por Copenhague, solo, sin escolta alguna, lo cual inflamaba el espíritu nacional de los daneses. Cuando los alemanes preguntaban por qué no le protegía nadie en aquellos paseos diarios, les contestaban: "Toda Dinamarca es su guardaespaldas".
Jorge VI se negó en redondo a abandonar el Reino Unido cuando la Luftwaffe comenzó a bombardear Londres. No quiso escapar a Canadá. Cada día se vestía de oficial de la Armada y junto a su mujer, la reina Isabel Bowes-Lyon, se iba a visitar las zonas bombardeadas y a consolar a las víctimas. Al principio, la gente les abucheaba. Pero cuando las bombas cayeron sobre el palacio de Buckingham y estuvieron a punto de matar al rey, aquellas visitas diarias a los escombros y a los heridos se convirtieron en un delirio de aplausos, lágrimas y gratitud. Los londinenses se dieron cuenta de que Jorge VI, a pesar de su voz vacilante, tenía un carácter indomable y le consideraron, ya para siempre, uno de los suyos, el gran líder moral de la nación.
Todos estos reyes se ganaron el puesto. Todos volvieron a sus países o permanecieron en ellos y mantuvieron el prestigio arbitral, constitucional y sobre todo moral de sus monarquías. Quienes no supieron o no se atrevieron a ser unos valientes, no tardaron en caer.
Una devastación natural, por terrible que sea, no es una guerra, pero todos estos ejemplos tienen mucho que ver con lo que Don Felipe y Doña Letizia hicieron hace unos días en Valencia. Desafiaron la amargura, la rabia e incluso la ira de las víctimas de la tragedia, y fueron de frente a abrazarles, a consolarles, a estar con ellos.
No es la primera vez que el rey Felipe se tiene que ganar el puesto. Hace algo más de diez años, cuando asumió la Corona, ésta se hallaba en un momento muy bajo de valoración por comportamientos personales poco ejemplares de Juan Carlos I, nada que ver con su decisivo papel en la consolidación de la democracia en España. Don Juan Carlos abdicó en junio de 2014 y Don Felipe no dudó en cortar amarras con su padre para salvar a la monarquía. Y lo logró.
Otro momento decisivo fue el 3 de octubre de 2017, cuando los secesionistas catalanes pretendían desgajar a Cataluña de la nación común. El Rey apareció en televisión y pronunció un discurso duro y terminante, que tuvo dos efectos inmediatos: provocar la ira infinita de los separatistas, que aún les dura, y dejar claro ante los demás españoles que aquella aventura estaba condenada al fracaso. A los catalanes no segregacionistas, que eran mayoría, les dijo que no estaban solos, que no lo estarían nunca, que tenían todo el apoyo y la solidaridad del resto de los españoles.
Ha habido otras ocasiones, quizás menos llamativas, en que el rey Felipe se ha ganado más que de sobra el puesto de trabajo que le otorga la Constitución, pero lo de Valencia ha sido sencillamente inolvidable y ejemplar. No podremos borrar nunca de nuestra memoria la imagen de cómo el Rey apartaba los paraguas con los que trataban de protegerle; cómo Él y la Reina, con la cara y la ropa pringadas de barro, se acercaron con toda decisión a quienes gritaban y lloraban, con los nervios rotos por el abandono, el caos y la descoordinación; cómo hablaron con todos, incluso con los más airados: "¿Preferirías que me quedase en Madrid y no viniese?", le dijo a un ciudadano muy exaltado; cómo abrazaron a todos; cómo compartieron lágrimas y cómo demostraron lo evidente: somos vosotros, estamos con vosotros, venimos a ayudar. Los políticos harán lo que quieran, pero el Rey no dudó un segundo en poner a la propia Guardia Real al servicio de las víctimas. Todo un ejemplo.
En medio de esta situación ciudadana de desconsuelo, de desesperación y de angustia y de una ira que podría provocar miedo entre las autoridades presentes, quedó muy claro quiénes eran los que mantenían el liderazgo moral de aquel tremendo, dificilísimo y arriesgado encuentro en el epicentro de la tragedia.
Como sus antiguos y valerosos parientes de distintos países, Rey y la Reina han demostrado que su trabajo no consiste solo en recibir a embajadores, cortar cintas, sonreír agitando la mano y emprender viajes de Estado al extranjero, para promocionar a España. Han demostrado que saben hacer su trabajo de líderes morales, de referentes de sus ciudadanos, tanto en las duras como en las más duras. Han hecho ver que están por encima de las tediosas, ácidas y estériles querellas partidistas. Han acreditado con creces que pueden mirar a la cara a la gente que tanto sufre en Valencia. Se han vuelto a ganar el puesto. Gracias Majestades por mantener una vez más el armazón y la dignidad de nuestra democracia.