Todo es un sinsentido

No sé si me estaré equivocando, si en realidad tendría que haber abierto mucho más la mano, haber abierto la ¿mente? y no haberme cerrado al tsunami que se nos venía encima. Desde siempre me he cerrado en banda cuando me han propuesto publicidad o reportajes sobre mi vida privada, con mis hijos. Eran todavía muy pequeñitos cuando me plantearon una campaña con mi hija. Era una bebé preciosa, con sus ojazos enormes, su pelo medio rizado y esa sonrisa. Dije que no.

Después me propusieron prácticamente lo mismo con mi hijo. Era un anuncio de bebés: alguien en su guardería lo había visto, trabajaba en el sector y me dijo que era perfecto. Mi hijo era, literalmente, y no es orgullo de madre, un muñeco. A todo el que me preguntaba le enseñaba una foto, pero una cosa es enseñar fotos a quien tú quieres y otra exponerles así. Me negué.

Nunca he enseñado su cara ni me he hecho fotos con ellos. He sido como una leona cuando se ha tratado de preservar su intimidad. Quería que ellos fueran ellos, no hijos de, que nadie les reconociera en una entrevista de trabajo ni en el equipo nuevo de rugby ni en la universidad... Su padre y yo nos empeñamos en ello. Ni siquiera les hemos dejado que hagan sus pinitos en algún programa de YouTube, y mira que tenían habilidades y posibilidades, pero no. Me volvió a salir la vena leona y les pedí que se centraran en sus estudios, que se focalizaran en conseguir una carrera y, después, con todo eso ya hecho, ellos verían. Venían a enseñarme cosas de influencers que conocían, por amigos de alguien, que empezaban a tener campañas, a ganar dinero, y me decía que igual estaba resistiéndome a algo que era inevitable…

Ahora ya casi adultos –una está dando sus primeros pasos laborales y el otro, a punto de empezar una carrera– los miro y me digo que hicimos bien. Incluso mi hijo me ha pedido que deje de felicitarle en Instagram, que no le nombre, que quiere ser completamente anónimo cuando quiera buscarse un trabajo. Quiere mantener a raya su intimidad. Y, qué quieren que les diga, me siento orgullosa.

Veo todo lo que hay fuera, las vidas que se exponen en redes sociales sin apenas contenido o con contenido tan banal e irreal que me da vergüenza ajena. Veo viajazos a sitios espectaculares de estos nuevos influencers mientras aquí los que engordan sus cuentas de Instagram y, por ende, sus cuentas bancarias se manifiestan por una vivienda digna, por un alquiler asequible, y me parece todo una locura. Los mismos que admiran y dan likes a gente que no tiene una sola profesión real se pelean por tener un sueldo digno y un sitio donde vivir. Y, seguramente, el sueldo que cobren mis hijos no llegará en la vida a los sueldos desorbitados que les pagan a muchos de estos nuevos influencers. Pero el recorrido de este sinsentido no sé hasta dónde llegará. Y quiero que sus vidas sean largas y felices, durante mucho tiempo. Y en ello sigo empeñada.

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