De entre los trastos que hoy se apilan en las puertas de las casas afectadas por la DANA, que ayer eran muebles y objetos cuidados con mimo, los que más me conmueven son los juguetes manchados, los libros combados por el barro y la desgracia y las fotografías. Algunas aún cuelgan de las paredes marcadas por las líneas que alcanzó el agua, con el cristal roto, el marco un poco torcido.
Ya casi no revelamos fotografías recientes: las que se han perdido en la catástrofe son las de los abuelos, las de la boda, la memoria familiar, las fotos con el pelo cortado a tazón y el rosario de la Primera Comunión entre las manos.
Cuando era niña la riada del 83 se llevó los archivos de varios fotógrafos locales; con ellos desaparecían no solo los registros del cambio de ese valle de Ayala que se inclinaba hacia Bilbao, las fotos oficiales que marcaban las visitas de autoridades, sino también los momentos menores, las comidas de las cuadrillas, los niños desnudos sobre su almohadón de infantes, cuando aún se estilaba aquello, las fotos de sucesos y las de la modesta crónica social. Desde entonces me he empeñado en hacer siempre más de una copia de las imágenes: son irreemplazables y cuando desaparecen se esfuman de una manera definitiva.
Ojalá todos las hayan conservado en el caos, por estropeadas que hayan quedado. La Universidad de Valencia, que hace apenas medio año organizó un congreso centrado en la importancia de la preservación de los álbumes familiares como la base de la memoria colectiva, se encargará de restaurarlas. Esta misma semana iniciarán la recogida, tras un mínimo etiquetado. Tienen experiencia en ello.
El Grupo Español de Conservación del IIC (GE-IIC) recuperará todo aquello que se cree perdido, se encuentre en el formato que sea. Los viejos rostros aparecerán sobre el celofán o el papel, otra vez. Y del barro surgirá de nuevo la memoria.