Después de jugar y de varias sonrisas tontas, me dijo que quería ir a visitar a una amiga suya que estaba enferma y vivía muy cerca de allí. Es decir, una manera suave de decirme que terminara nuestra velada. Como era de esperar, no puse ningún reparo. Me interesé por su amiga y me acompañó hasta la boca de metro. El paseo duró otros diez minutos, en los que pasaron más cosas que en todas las horas anteriores. Su perrita se venía conmigo todo el tiempo, hasta el punto en que me pasó su correa para que la llevara un rato. Era un animal encantador, no dejaba de mirarme y brincar jovial. Camino del metro, mientras hablábamos y reíamos, se nos acercó un grupo de hombres encabezados por un ser bajito disfrazado de Spiderman. Eran cerca de las seis de la tarde y aquel grupo apestaba a alcohol. Me sobresalté ligeramente cuando se nos acercó para invitarnos a bailar en medio de la calle.
La perra, a la cual aún guiaba yo, reculó hasta esconderse entre nuestras piernas. Aquel individuo había aparecido de la nada con un potente tufo a ginebra. Le dije que no con una sonrisa en la que se leía «acércate más y te haré vomitar las telarañas» y apremié a ambas para que siguiéramos caminando a un ritmo normal, sin mostrar preocupación. Sabía que no nos harían nada, estábamos en plena calle y había mucha gente, no era de noche y nos acompañaba un perro de buen tamaño que, aunque en un principio fue la que se mostró más cobarde, estoy segura de que hubiese salido en nuestra defensa si la cosa se hubiese torcido. Mientras nos alejábamos calle arriba escuché cómo el Spiderman alcoholizado preguntaba a otra persona si quería bailar con él. Nosotras seguimos camino del metro.
Me giré para asegurarme de que ninguno de aquel grupo nos seguía ni molestaban a otras mujeres y les vi bailando en mitad de la acera al ritmo de la melodía de los cubitos de hielo de sus copas. Cuando me quise dar cuenta, ella y yo íbamos de la mano y le acariciaba su pulgar en un intento inconsciente por tranquilizarla. No sé desde cuándo íbamos agarradas, solo sé que estaba muy cómoda y que ella no mostró sensación de malestar. De repente, tuve miedo de molestarla y le solté la mano. ¿Por qué? Porque soy la madre de todos los idiotas. ¿Por qué lo hice si lo que quería era aferrarme a ella? El caso es que llegamos a la boca del metro más rápido de lo que quería.
Mi vida está envuelta en la parsimonia, y ella caminaba mucho más deprisa que yo. A mí nunca me ha gustado ver escaparates, excepto los de las librerías y las tiendas de montaña, pero aquella tarde pasamos por muchas tiendas y me paraba en la gran mayoría para comentarle cualquier bobada que se me ocurriese con tal de retrasar nuestra despedida. Siempre me ha costado mucho hablar y nunca me ha gustado demasiado. Hacía esfuerzos supremos por alargar las conversaciones porque necesitaba de su voz y no quería que llegara tan pronto el momento de despedirnos. Sabía que tardaría en volver a verla; que, si nos habíamos gustado, lo normal era querer vernos al día siguiente, y sabía demasiado bien que eso no iba a ocurrir. No quería sentir el eco de sus gélidos pasos alejándose de la boca de metro primero, y de mi vida después, y soltaba todo tipo de tonterías para alargar nuestros instantes tanto como pudiera. Eso ella nunca lo supo de mi boca. Era cierto que se detenía a mi lado y me seguía la conversación, pero no fue tanto tiempo como yo deseaba.
Sin darme cuenta, habíamos llegado.
© Sara Levesque