Con el corazón roto por la tragedia de Valencia, recuperado por la solidaridad de los buenos y rabioso por la maldad de los miserables, no puedo quitar de mi cabeza el recuerdo de las gotas frías de mi infancia. Hoy, como ayer, las catástrofes naturales sacan lo mejor y lo peor de los seres humanos.
Los malos que mienten, abusan y roban son menos, pero hacen más ruido. Los buenos son más y, por eso, sobrevive muestra especie. La cooperación triunfa sobre la confrontación.
Junto la Rambla de Almería, cerca de mi colegio, destacaba la estatua de una madre quizás heroica, quizás normal y corriente como cualquier madre, que se lanzó al agua para salvar a sus dos hijos, arrastrados el agua que devoraba todo cuanto había a su paso. Murieron los tres.
Cada vez que pasaba junto a la estatura de las tres víctimas del agua me estremecía ese recuerdo.
En mi adolescencia, pasé varios veranos en Nacimiento, el pueblo de mi madre, Isabel Soler (conocida allí como "Morena Clara"). En dos ocasiones, sonaron cuernos y caracolas y escuché los gritos despavoridos de mis vecinos:
"¡Que sale el río, que sale el río!"
Todos corrieron a sacar los enseres de labranza y todo lo que tenían en el cauce seco del río. Normalmente, el río solo era un pequeño reguero de agua por el que navegaban nuestros barquitos hechos con hojas del cañaveral.
Pero aquel día hermoso de sol quedó grabado para siempre en mi recuerdo. Desde la parte alta de la fuente, vi llegar una tromba salvaje de agua marrón, una ola de casi dos metros de altura, que arrastraba troncos grandes de árboles, carros destrozados y animales muertos. Un poco más abajo, junto al molino, un hombre se abrazó a la rama de un árbol que resistió la embestida. Allí aguantó, cubierto de agua, hasta que pasó de largo la tromba enfurecida. Se salvó de milagro. Me dijeron que nunca se le quitó el susto de su cara. Le señalaban diciendo "A ese le pilló el toro".
Otro mes de septiembre, no recuerdo de qué año, corrí al cerro del del tío Bartolo Flores (el padre de mi amigo Paco) para ver salir el río Aguas que desembocaba en el mar junto a La Rumina, mi casa (entre Mojacar y Garrucha).
Aquel día no hubo drama a la vista. Pero fue una imagen espectacular. Hasta un tractor y varios remolques fueron arrastrados por las aguas bravas que bajaban de la sierra.
Al día siguiente, mi abuela Dolores me acompañó con un par de espuertas a la orilla del mar. Ella sabía. Allí donde llegó la ola más grande, vimos un rosario de melones de invierno. Cargamos las espuertas con los que estaban en mejor estado y tuvimos postre dulce para el resto del verano. "Todo aprovecha para el convento", decía mi abuela, tan dicharachera.