Empezó a sangrar

Me llevé la carta que no tuve valor para entregarle. Lo había grabado en un archivo de audio y se lo había llegado a enviar a su teléfono móvil. Nunca lo respondió. Ignoro si ni siquiera llegó a prestarle la más mínima atención. Aunque es cierto que se lo había enviado unas pocas horas antes de salir de mi casa rumbo al aeropuerto.

Recuerdo que intenté parecer lo más alegre posible y no dar lástima ni tirar de pena. Intenté escribirla con tinta en vez de mojando el lapicero en la herida de mi corazón para redactarlo con sangre, como siempre hacía.

Metí dentro del sobre mi foto junto a Tessa la tarde que fuimos a almorzar y después la carta. ¿O había metido primero la carta y después decidí sacar la psicópata que llevo dentro, imprimir la foto y meterla en el sobre? No lo recordaba bien. ¿Qué fue primero, la foto o la carta? Daba igual porque fui una gallina que no tuvo huevos para enviársela o entregársela en mano. Había resultado muy duro no poder dársela. Me sentía muy miserable por ello. Sí, el audio lo envié, pero ni punto de comparación con el romanticismo que encerraba una delicada misiva.

Ahora la llevaba conmigo sin otra función que la de torturarme. Debí habérsela entregado después de confesarle mi amor en persona, pero no lo hice. No lo hice. Me dejé llevar por el miedo una vez más, y preferí viajar con él en vez de con la sensación de haber hecho lo correcto por una vez en mi p*ta vida. Estaba harta de pegarme un tiro con la imaginación y sobrevivir a cada disparo. Daba igual a dónde apuntase.

Siempre regresaba.

Saber siempre era mejor que no saber. El no saber era la peor opción. Siempre. Incertidumbre. Nunca supe por qué razón Tessa venía derecha a mí cuando terminaba un recital, una presentación o una entrevista para preguntarme qué tal me había parecido y si la había visto bien. Ella podía estar cubierta de la mierda más espesa y maloliente del mundo que yo siempre la vería bien. La veía tan bien que, encantada, le habría quitado la mierda con la lengua para que no le molestase. Quería pensar que hacía eso porque me amaba loca y secretamente y no porque quisiera lubricar su ego con mi labia, ya que sabía de sobra que yo siempre tenía una palabra bonita para ella. Aunque, en lo más profundo de mi amor propio, a veces sintiera ganas de mandarle a la mierda por bailar el agua de mis lágrimas.

Yo no le temía a la muerte sino a qué había tras su silueta cuando te salías del cuerpo. Pensaba que era similar a meterse en apagadas aguas insondables. Sabías que ibas a nadar, pero ignorabas si el fondo atesoraría pacíficos corales o caos a raudales. De igual modo, comprendías que un día se ahogarían tus funciones vitales desconociendo qué aguardaría en los caminos espirituales.

Caí en la cuenta de que a todo mi círculo cercano les oía recitar sus habituales protestas sobre las malditas cosas que les desquiciaban. A Tessa nunca le había escuchado protestar por nada. Ni porque lloviera una semana entera, ni por su horario, ni siquiera por la depresión de su pariente más cercano. No le había escuchado nunca alzar la voz ni siquiera cuando un compañero de recitales le hizo sentir incómoda. Rara vez mostraba emociones negativas. Mucho menos, ira. Si la sentía, sus meditaciones debían funcionar de verdad como si fueran una especie de fosa séptica donde pudiera coger la ira y las ganas de cagarse en todo, concentrarlo bien para que nada se le escapase, hacer una pelota de mierda con ello y lanzarlo lejos de su mente con una maestría impecable.

Y eso que motivos para protestar no le faltaban. Y yo...

Yo...

Yo solo quería rellenar su agujero. Ese que era de color negro profundo y que, a veces, palpitaba de excitación. No lo iba a hacer con mis dedos, ni con mi lengua. Ni siquiera lo miraría. Lo haría con una acción. Una acción para curar el agujero negro que dejó el pasado en su corazón.

© Sara Levesque

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