La revolución de Asturias: un conflicto nada loable, consecuencia de la bolchevización del PSOE y que fue el aperitivo de la Guerra Civil

"Las cosas en su punto. No es verdad que en Sama los revolucionarios se comieran a un cura guisado con fabes; no es verdad que en Ciaño despanzurraran a la mujer de un guardia civil y le hundiesen un tricornio en las entrañas; no es verdad que el cadáver de un capitán de la Guardia Civil fuese expuesto en el escaparate de una carnicería con el letrero 'Se vende carne de cerdo'. Pero ¡cuidado! Es verdad que en Sama fue asesinado un sacerdote; es cierto y verdad que en Ciaño cayó muerta a balazos la mujer de un guardia civil; y es verdad que un capitán, y no solo un capitán, sino otros varios oficiales, han sido asesinados".

"Hay que poner las cosas en su punto. No porque los revolucionarios merezcan atenuantes para sus crímenes, sino porque creo firmemente que, a la larga, todos esos detalles de la barbarie, positivamente falsos, provocarán una reacción favorable a los revolucionarios. Si se ha dicho que en Sama se comieron un cura y luego resulta que no se lo comieron, sino que lo asesinaron y dejaron el cadáver abandonado dos días en una calle, parecerá que el crimen es menos execrable de lo que realmente fue".

Sirvan de introducción a esta pieza las palabras del más lúcido y honesto periodista de su tiempo: Manuel Chaves Nogales (1897-1944), quien junto a Josep Pla y José Díaz se convirtió en el gran testigo de la revolución de Asturias, uno de los episodios más tristes de nuestra historia contemporánea, aperitivo de la Guerra Civil y de cuyo comienzo se cumplen este sábado 90 años. El balance en dos semanas fue espantoso: casi 1.500 muertos, una durísima respuesta militar ordenada por la República y encabezada por Franco en nombre de la España de la tricolor y más de 30.000 prisioneros.

La labor reportera del trío, variopinta y perspectiva, está recogida en Tres periodistas en la revolución de Asturias (Libros del Asteroide), con un magnífico prólogo de Jordi Amat. Casi todo está ahí. Ningún estudio histórico sobre cualquier hecho tiene mayor valor que los testimonios en primera persona de quienes supieron narrarlo. Tampoco, por supuesto, esta seguro incompleta y humilde recreación del hito, que comenzaremos, como Chaves, intentando poner las cosas en su punto.

Casas Viejas, una parada necesaria

Tras años de incomparecencia y acusaciones de corrupción a Alfonso XIII —quien aceptó la dictadura del general Miguel Primo de Rivera— la Segunda República fue bien recibida por la mayoría de los españoles. La democracia se instalaba en España. Imperfecta, repleta de fugas, pero democracia al fin y al cabo.

No obstante, entre los elementos más izquierdistas, principalmente comunistas y anarquistas, pronto se generalizó la concepción de que el Gobierno de Manuel Azaña se mostraba demasiado tímido en sus reformas, sobre todo en las relativas al campo. Los sucesos de Casas Viejas, en enero de 1933, fueron el máximo exponente del hartazgo.

Un grupo de campesinos gaditanos, creyendo que la revolución había triunfado en toda España aunque sabedores después de su fracaso, se alzó en armas contra la Guardia Civil para implantar el comunismo libertario en el pueblo. Ramón J. Sender escribió que, para ese hambriento grupo de campesinos "iletrados", el comunismo libertario no significaba otra cosa más que le dejasen labrar las 33.000 hectáreas que los grandes latifundistas mantenían improductivas y que la ley les impedía trabajar.

Veinticinco personas perdieron la vida, y la brutal represión del capitán Manuel Rojas (que encabezaría la caza a García Lorca en 1936) precipitó la caída de Azaña, dividió a la izquierda y sirvió de espaldarazo a las derechas en un momento en el que fascismo estaba en auge en Europa y el líder de la CEDA, José María Gil-Robles, no ocultaba sus flirteos con él.

En Casas Viejas se instaló la mecha, durante la revolución de Asturias se prendió y se puso la dinamita, y todo acabó saltando por los aires el 18 de julio de 1936, con el inicio, como dice Andrés Trapiello en su indispensable Las armas y las letras, "de la guerra civil más pregonada de nuestra historia".

La radicalización del PSOE y la victoria de la derecha

El PSOE también consideraba que el Gobierno no estaba acometiendo suficientemente rápido las reformas que consideraba pertinentes, a pesar de que durante la mayor parte del primer bienio republicano compró la cautela gubernamental. Lo que realmente temían los socialistas, que estaban en el Ejecutivo de coalición, era perder su parcela de poder.

Largo Caballero, entonces líder del PSOE, emprendió un claro camino hacia la radicalización que provocó fuertes desavenencias internas. La más sonada, la que tuvo con Julián Besteiro, quien fue apartado de la ejecutiva y denunció el advenimiento de "una verdadera pesadilla" con los derroteros que llevaba la formación.

Antes de las elecciones de noviembre de 1933, Largo Caballero comenzaba a dejar claro el papel que su partido debía jugar en el futuro inmediato y que jugaría en la revolución de Asturias: "Tenemos que luchar como sea hasta que en las torres y edificios oficiales ondee no una bandera tricolor de una república burguesa, sino la bandera de la Revolución Socialista", escribió el 9 de noviembre de ese año en el diario El Socialista. El PSOE caminaba ya por la senda de la bolchevización.

Diez días después de aquello se celebrarían los comicios, en los que por primera vez en la historia de España pudieron votar las mujeres. La insoldable división de la izquierda facilitó la victoria de las derechas, y a Clara Campoamor, principal sufragista, hubo cierto sector progresista que jamás le perdonó su labor porque relacionaron el auge del conservadurismo con la introducción del voto de la mujer, influenciada, decía, por la Iglesia.

Paradójicamente, el que más apoyos recibió en esas elecciones por parte de quienes dos años antes salieron en masa a celebrar la declaración de la Segunda República fue quien no ocultó que su intención era sabotear sus principios más básicos: José María Gil-Robles, que representaba al ala más dura de la derecha. Semanas antes de la cita electoral, en un mitin, había dicho:

"La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer". El presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, encargó la constitución del gobierno al líder del Partido Republicano Radical, Alejandro Lerroux. Su formación fue la segunda más votada, pero consiguió los apoyos de Renovación Española, una fuerza monárquica.

La CEDA decidió facilitar la gobernabilidad, aunque más tarde se cobraría el peaje. Como relata Jordi Amat en el prólogo de Tres periodistas en la revolución de Asturias, la maniobra solo tenía sentido "si servía como puente para que los diputados" de la CEDA "llegaran a la orilla democrática", es decir, que un demócrata de derechas (Lerroux) tratase de amansar a un reaccionario y fascista en potencia como Gil-Robles.

No ocurrió así. Los elementos izquierdistas desconfiaban del líder ultraderechista y los movimientos obreros comenzaron a hacerse fuertes, alentados por un Largo Caballero ya desatado. A "la democracia no es un fin, sino un medio" de Gil-Robles le sucedió el "¿Armonía? ¡No! ¡Lucha de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal!" del dirigente socialista.

"Los hunos y los hotros" de Unamuno aún no habían empezado a desangrarse, pero sí a envenenarse. Cierto es que España veía cómo las fuerzas reaccionarias llegaban a los puestos de poder, pero no lo es menos que el PSOE no respetó la voluntad popular de las elecciones y optó por abandonar la vía sobre la que se sustenta cualquier democracia: la parlamentaria. Asomaba, amenazante, "la dialéctica de los puños y las pistolas" de José Antonio Primo de Rivera.

Llega la señal: luz verde a la revolución

Entretanto, a iniciativa del partido comunista antiestalinista Bloc Obrer i Camperol, las diferentes organizaciones obreras fueron organizándose hasta crear un frente común a modo de sóviet: la Alianza Obrera. Para la consecución de su objetivo, no obstante, era esencial que se unieran las dos fuerzas hegemónicas de la izquierda en ese momento: socialistas y anarquistas.

Largo Caballero, a cargo del liderazgo de UGT y el PSOE, es decir, con los aparatos sindical e ideológico en su poder, fue el encargado de extender la Alianza a lo largo de toda España. La CNT, no obstante, mostraba sus reticencias a la hora de convivir con socialistas y comunistas.

De manera paralela, el Gobierno de Alejandro Lerroux encadenaba sucesivas crisis. Cuando llegó octubre de 1934 y el Ejecutivo sufrió otra más, la izquierda se barruntaba lo que iba a ocurrir: Lerroux no tendría más remedido que dar entrada a la CEDA en su gabinete.

Así ocurrió el 4 de octubre. La formación reaccionaria se hizo con tres carteras ministeriales. Era la señal definitiva. La Alianza Obrera dio luz verde. Tan solo unas horas después del anuncio, durante la madrugada del 5 de octubre, estallaba lo que querían que fuera una revolución a escala nacional.

No obstante, los focos insurrectos fueron rápidamente extinguidos en casi todo el país. En Madrid la organización obrera era totalmente precaria, y en Barcelona Lluís Companys aprovechó la coyuntura para proclamar la independencia de Cataluña, lo que desvió a los 'revolucionarios' del objetivo primigenio. Solo en Asturias triunfó... porque fue el único rincón de España en el que la CNT fue de la mano de los socialistas.

Objetivo Oviedo

Aunque la revolución estalló de manera coordinada en toda Asturias, pronto se dejaron notar las desavenencias entre socialistas, comunistas y anarquistas. El movimiento fue implacable en la cuenca minera (Mieres, Langreo, Lena...), donde los revolucionarios se hicieron en pocas horas con los cuarteles de la Guardia Civil, asesinando a decenas de agentes.

Como cuenta el periodista José Díaz, en Gijón, en cambio, la coordinación fue menor porque la influencia socialista era tímida. La hegemonía pertenecía al anarcosindicalismo, y ya se ha mencionado que sin el entusiasmo revolucionario del socialismo era difícil que el movimiento triunfase.

La exigua presencia militar de un destacamento bisoño facilitó el aprovisionamiento de los revolucionarios, que en apenas tres días consiguieron tomar la fábrica de armas de Trubia, la de La Vega y dos de dinamita y explosivos, cerca de Oviedo. Esto permitió que se incautasen de decenas de miles de fusiles y de una buena batería de cañones, aunque, como relata José Díaz, tanta exaltación les hizo olvidar un factor capital para el éxito de su sangrienta causa: la instrucción.

"Faltó una dirección militar, que en vez de estar encomendada a técnicos estuvo a cargo de militantes socialistas de alto espíritu combativo, pero desconocedores en absoluto de la técnica de la guerra. Por ejemplo: los revolucionarios tenían cañones, pero no sabían utilizarlos y los proyectiles no estallaban", explica.

El objetivo de los revolucionarios era claro: tomar Oviedo y proclamar la dictadura del proletariado. Por ello, una vez controlados los concejos y principales enclaves de la cuenca minera, los insurrectos enviaron hombres a la ciudad. Para el día 9 de octubre, habían tomado el ayuntamiento, el cuartel de carabineros y el de la Guardia Civil y la estación de ferrocarril, además de las fábricas de armamento anteriormente citadas y la sucursal ovetense del Banco de España.

No obstante, a pesar de que se llegó a reunir un Ejército Rojo asturiano de 30.000 hombres, la capital nunca llegó a caer tanto por la desorganización de los mineros como por la resistencia numantina de una guarnición de unos 1.000 hombres que se refugió en los cuarteles de Pelayo y Santa Clara a la espera de una respuesta gubernamental que resultó impía.

Socialismo y comunismo libertario a dos kilómetros

Tras tomar el control los pueblos de la cuenca minera y con la mira puesta en la conquista de Oviedo, ¿qué pasó en esos pequeños concejos? La respuesta revela la incapacidad de los insurrectos de materializar su ideal revolucionario. Lo cuenta de manera elocuente Chaves Nogales:

"Una vez asaltados e incendiados los cuartelillos, los revolucionarios se han quedado con el arma al brazo en las plazas de los pueblos, esperando a que llegasen las tropas y les hiciesen pagar caras las vidas de los guardias [civiles y de asalto]".

La medida más notoria que tomaron los mineros entonces fue la supresión del dinero y la puesta en marcha de un sistema de vales para canjearlos por comida y ropa. Más allá de eso, no fueron capaces de construir el viaducto que lleva de las palabras a los hechos.

Sí, en cambio, aprovecharon la coyuntura para saciar sus rencillas personales. Nada como una revolución, especialmente en lugares pequeños, como excusa para tomarte la justicia por tu mano con el vecino que un día te fastidió.

"Me atrevería a afirmar que casi todas las víctimas de la revolución lo han sido por motivos de venganza personal pura y simple, no porque la revolución triunfante se haya dedicado a la tarea de cortar las cabezas de sus odiados enemigos de la burguesía, según reza la tradicional amenaza", relata Chaves.

Los momentos inmediatamente posteriores a la insurrección también sirvieron para demostrar que la unión férrea de la Alianza Obrera resultaba, al fin y al cabo, quimérica. Los diferentes movimientos izquierdistas acabaron por supeditar la causa general a sus intereses ideológicos particulares.

Así, se da la paradoja de que, una vez controlado, en Sama se implantó el socialismo integral. A dos kilómetros de allí, en La Felguera, triunfó el comunismo libertario.

Tres comités revolucionarios en 14 días

Nada más tener lugar la insurrección, se constituyó un comité revolucionario capitaneado por los viejos militantes socialistas que apenas duró cuatro días. El cerco de las tropas gubernamentales, que iban ganando cada vez más terreno sin mayores complicaciones, y la noticia de que había fracasado la revolución en España hicieron que creciera el desaliento entre los insurrectos.

El comité pasó a manos de las juventudes socialistas y los comunistas, ambos con un ánimo mucho más impetuoso y extremista. Había que dar un golpe contundente. A sus mayores, los más jóvenes los acusaron de blandura, especialmente en el trato de prisioneros. El primer paso para el impulso de la revolución estaba claro: había que asesinar a los presos.

"A este criminal designio se opusieron entonces los revolucionarios de la primera hora. En algunos pueblos incluso armaron a los prisioneros; en otros les hicieron escapar; en alguno, como en Sama, los escondieron en los tejados y los defendieron pistola en mano contra sus mismos camaradas", cuenta en su crónica Chaves Nogales.

Puede decirse, ante este cruel y triste episodio, que los enemigos de la revolución también fueron los propios revolucionarios. El tercer y último comité revolucionario se estableció una vez recuperado Oviedo por las tropas del general López Ochoa. Estuvo presidido por Belarmino Tomás, quien encabezó las negociaciones con el militar para poner fin a la insurrección.

La represión del Gobierno

La respuesta del Gobierno no se hizo esperar y fue implacable. Las operaciones las dirigió desde Madrid el general Francisco Franco en colaboración con el general Manuel Goded. Fue el futuro dictador español quien recomendó a los mandos gubernamentales movilizar a las tropas de la Legión y de Regulares desde el Marruecos colonial.

Desde Madrid se temía que los destacamentos peninsulares pudieran simpatizar con la causa revolucionaria y se amotinasen, por lo que la decisión de Franco fue toda una declaración de intenciones: los hombres de Marruecos (compuestos sobre todo por oriundos) tenían poco contacto con la Península, por lo que su obediencia estaba garantizada, y era proverbial el prestigio del que gozaban tras 16 años protagonizando una lucha encarnizada en la guerra del Rif. En otras palabras: su experiencia en combate era óptima. La revolución iba a cortarse de raíz.

El Ejército se abrió paso por cuatro frentes: por el sur, con el avance el mismo día 5 de octubre a través del puerto de Pajares comandado primero por el general Bosch y finalmente por el general Balmes; por el norte, con el desembarco en Gijón a partir del 7 de octubre de legionarios y regulares al mando del teniente coronel Yagüe (más tarde general sublevado y apodado "el carnicero de Badajoz" por su represión durante la Guerra Civil); por el oeste, con una columna comandada por el general López Ochoa, que entró en Oviedo con 300 hombres; y por el este, a través de Santander, con una columna procedente de Bilbao al mando del teniente coronel Solchaga.

A todo ello se une el apoyo desde el mar de los buques de guerra, que hostigaron ciudades como Gijón, y los bombardeos de la aviación, que, junto a la utilización de dinamita por parte de los revolucionarios, casi borran Oviedo del mapa español.

Los insurrectos, víctimas del hastío y las fricciones internas, no pudieron contener el avance de las tropas. El día 13 de octubre Oviedo era recuperada en su totalidad por el Gobierno, y se iniciaron las negociaciones entre el general López Ochoa y el líder socialista y sindical Belarmino Tomás para acordar la rendición de la cuenca minera, el último reducto de los revolucionarios.

La rendición se produjo "sin condiciones", si acaso una, "a modo de ruego", como contó a Chaves Nogales en una entrevista el propio general López Ochoa y confirmaron al periodista los revolucionarios: que en los pueblos de la cuenca minera no entrasen en vanguardia los Regulares porque, aunque trató de taparse, las masacres cometidas por los africanos sobre insurrectos y población civil de los barrios obreros de Oviedo eran conocidas.

"Le ofrecí llevarlas en retaguardia, pero le anuncié que en el momento en que sonase un tiro las pondría a la cabeza de la columna con orden de avanzar implacablemente como si se hallasen en terreno enemigo", explicó López Ochoa. El 18 de octubre, dos semanas después de su comienzo, se ponía fin oficialmente a la insurrección.

Al general jamás le perdonaron su papel en la respuesta del Ejército. Con la llegada del Frente Popular al poder en 1936 fue encarcelado, y tras el estallido de la Guerra Civil, a pesar de no jugar ningún papel en la sublevación, los milicianos entraron en el hospital militar de Carabanchel, donde convalecía, lo decapitaron y pasearon su cabeza clavada en una pica por Madrid.

Una revolución infructuosa vale 1.500 muertos

El balance de esos 14 días es terrible: casi 1.500 muertos y 30.000 prisioneros, entre ellos Largo Caballero, quien fue imputado por un delito de rebelión. No obstante, sus abogados lograron que fuese juzgado por el Supremo dada su condición de diputado. La Fiscalía pidió para él 30 años de prisión, pero el juez lo absolvió por falta de pruebas. También fue arrestado el expresidente Manuel Azaña, quien pasó 90 días en la cárcel y fue también exonerado de toda culpa por el mismo motivo.

La represión del Gobierno tras la revolución de Asturias no se limitó a esos días de octubre, sino que se extendió a lo largo de meses, lo que contribuyó a aumentar la inquina entre los elementos izquierdistas. Lo cuenta, lúcida, Clara Campoamor en su La revolución española vista por una republicana, un libro que la sitúa en la ejemplar y oprimida tercera España.

"En lugar de una represión severa y rápida, se fue alargando de forma incomprensible: 16 meses después, todavía había juicios pendientes. Fue cruel y feroz en sus métodos. Se dio tormento a los acusados en las prisiones; se fusiló a presos sin formación de causa en los patios de los cuarteles; se cerró los ojos ante las persecuciones y las atrocidades cometidas por los agentes de la autoridad".

Indalecio Prieto, otro de los instigadores de la revolución, se marchó a París antes de que se iniciase y, ya en el exilio tras la guerra civil, pidió perdón por su participación. "Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación de aquel movimiento revolucionario. Lo declaro, como culpa, como pecado, no como gloria", dijo en una conferencia que tuvo lugar en la Ciudad de México el 1 de mayo de 1942.

Manuel Chaves Nogales resume en una de sus crónicas la conclusión de la revolución de Asturias con una frase definitiva: "Pasarán varios lustros antes de que Asturias pueda levantar cabeza si España entera no acude en su auxilio". España no solo no acudió en su auxilio, sino que terminaría dándose la espalda a sí misma con la peor de las guerras: la fratricida.

Zircon - This is a contributing Drupal Theme
Design by WeebPal.