Javier, un profesor de secundaria con 25 años de experiencia, observa pensativo su aula. Recuerda su infancia con sus hermanas y primos, cuando las familias con dos hijos o más eran la norma. Ahora, mirando a sus alumnos, descubre un cambio radical: diecisiete de sus treinta estudiantes son hijos únicos.
Algunos por decisión consciente de los padres, otros por razones económicas, personales o profesionales. “Ya no es como antes”, reflexiona, “los niños de hoy tienen más atención individual, más recursos, pero quizás menos práctica en la negociación y el compartir”.
En las últimas décadas, las sociedades occidentales, incluida España (con una de las tasas de fertilidad más bajas de Europa), han experimentado un proceso de individualización que ha impactado en diversas dimensiones, incluidas las estructuras familiares.
Este fenómeno se refleja en una disminución del tamaño de los hogares y el aumento de familias con hijos únicos. Este cambio en la estructura familiar plantea nuevas dinámicas sociales, educativas y económicas.
¿Por qué hay más hijos únicos?
Uno de los principales factores detrás del aumento de hijos únicos es la baja tasa de natalidad, especialmente en España, donde la media de hijos por mujer es de 1,16. Este descenso está motivado por una combinación de razones económicas, sociales y culturales, como el retraso de la maternidad, la inseguridad laboral y la creciente importancia del desarrollo profesional de las mujeres.
Siguiendo con el ejemplo de España, la edad promedio para ser madre ha pasado de 25 años en los años 80 a 32,6 años en la actualidad. Además, la precariedad económica y la falta de políticas de conciliación familiar han forzado a muchas parejas a tener menos hijos. En la actualidad, casi el 50% de las familias con hijos solamente tienen uno.
Este fenómeno no solo es característico de España, sino que también se observa en otros países europeos, donde la fecundidad está por debajo del nivel de reemplazo (nacen menos niños de los que serían necesarios para “reemplazar” a las personas que fallecen). Las familias valoran más la calidad de la crianza que la cantidad de hijos, lo que contribuye al aumento de los hijos únicos.
Además de las consecuencias a largo plazo, como el envejecimiento de la población y el déficit de población adulta para las próximas décadas, el hecho de no tener hermanos o hermanas tiene una serie de consecuencias a nivel personal, como plantea Javier, el profesor con el que comenzaba el artículo.
¿Cómo nos afecta no tener hermanos?
El hecho de crecer como hijo único tiene diversas implicaciones. Se suele desarrollar una relación más cercana con los progenitores, lo que puede fomentar, por ejemplo, mayores habilidades lingüísticas.
Al no compartir la atención parental con otros hermanos, suelen ser más maduros en sus interacciones con adultos y pueden tener una ventaja académica por el mayor apoyo y atención que reciben.
Como contrapartida, las relaciones entre iguales puede ser insuficiente. La interacción entre hermanos proporciona experiencias para aprender a gestionar conflictos, compartir y desarrollar la empatía. La escasez de estas interacciones puede dejarlos más expuestos a una socialización más vertical, lo que en algunos casos puede limitar su “inteligencia de calle”, la capacidad de adaptarse a entornos sociales diversos y resolver conflictos con sus iguales.
Además, pueden sentir mayor presión de cumplir con las expectativas de sus padres, dado que no tienen hermanos con quienes compartir esa carga emocional. Esto puede generar en algunos casos ansiedad o un elevado sentido de responsabilidad, lo que afecta su bienestar emocional y social.
Impacto educativo y desarrollo personal
En el ámbito educativo, tienden a beneficiarse de una atención más personalizada de sus padres, lo que puede traducirse en mejores resultados académicos. Tienen más recursos y oportunidades para acceder a actividades extraescolares, lo que fomenta su desarrollo cognitivo y creativo. Suelen mostrar niveles más altos de concentración, autodisciplina y planificación, características vinculadas con el éxito académico.
Sin embargo, la escasez de interacción con hermanos puede limitar su capacidad para desarrollar habilidades colaborativas, esenciales en entornos educativos. La competencia entre hermanos puede favorecer el aprendizaje de valores como la cooperación, la empatía y la capacidad para gestionar la frustración.
Al no tener estas experiencias de manera directa, pueden mostrar una menor tolerancia a la frustración o dificultades para trabajar en equipo. Los padres deben buscar diversas posibilidades para compensar estas posibles limitaciones. En todo caso, la familia es fundamental para completar el desarrollo integral de su hijo o hija.
Promover la autonomía y las habilidades sociales
Hoy en día, como observaba Javier, ser un hijo único no es una anomalía, sino la nueva normalidad. Es síntoma de un cambio social profundo. Docentes como Javier, y los propios padres y madres, deben entender que esta generación emergente deberá desarrollar estrategias de adaptación social, aprendiendo a construir vínculos más allá del entorno familiar inmediato. El sistema educativo y las familias deben adaptarse a esta metamorfosis social.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.